12.8.09

Joseantonio en China(5). La República Popular a través del cm2 del visor de mi cámara. La Muralla

23 julio
4º día
Me noto destemplado y me revuelvo, sudoroso, en la cama.
Vueltas y más vueltas, enfebrecido hasta que ocurre lo que yo tanto temía desde que salí de España.
A mi padecimiento, aún sin haber llegado al ecuador del viaje, y una larga hora sentado en el inodoro, victima del Desequilibrio del Mandarín (no me libro de ninguno de los males autóctonos de los países que conozco: Mal de Moctezuma en el Caribe; Maldición de la Esfinge en Egipto y Quebranto de Rasputín en Rusia y que consiste en tres días de duro estreñimiento seguido de una diarrea imposible de controlar…) ni siquiera la botica ambulante que es mi mujer, consigue mitigar los terribles efectos del descontrol intestinal. Me vuelvo a acostar y después de una dieta durante el desayuno y camino del autobús, que nos ha de llevar a visitar la Muralla, atravieso la puerta acristalada del Intercontinental Hotel y siento a mi izquierda un sonido hasta ese momento desconocido: sin darme casi cuenta de qué demonio está ocurriendo, siento a mis espaldas una mano enguantada en látex, que me sujeta por detrás practicándome una llave (¡estamos en China!) endosándome a traición una mascarilla blanca 3M mientras se abalanzan sobre mi dos enfermeros vestidos con buzos blancos asépticos y el zumbido de la sonda térmica va en aumento mientras van surgiendo de todas las estancias del lujoso hotel personal sanitario. No consigo gritar porque me amordazan, incluso me cuesta trabajo respirar. Sólo consigo escuchar el horrible zumbido y ver unos dígitos en la pantalla de la sonda, que de 34, marca a mi paso 35.9, y una miríada de enfermeros y enfermeras chinas, incluso algunos policías, mientras Carmen, en jarras vocea a todos negando que yo padezca ninguna dichosa gripe A o Z que 35.9 no es ni fiebre ni leches en vinagre. Incluso la oigo discutir con los enfermeros tan alterada que incluso llega a zarandearme. A nuestro alrededor me rodea el personal del hotel, los clientes, la preciosa ascensorista también, y lo más doloroso para mi en aquellos terribles momentos: Sofía y Olalla, no entiendo porqué, partiéndose de la risa observando la escena.
El zumbido me taladra el cerebro. Siento una férrea mano en mi cara sudorosa, y una tela, cual camisa de fuerza, me cubre todo el cuerpo. Ya me veo camino de una cruel, dura y larga cuarentena gripal lejos de mi hermoso país, alejado de mi Carmen, y este simple pensamiento me hace sacar fuerzas de flaqueza y dar un manotazo a la maldita pantalla que marca mi temperatura corporal. Un manotazo que daña mi mano consiguiendo ver, en medio de la luz de la aurora que surge por el gran ventanal de la habitación, procedente del cercano País del Sol Naciente, la habitación, a Carmen que duerme, el edredón de seda revuelto sobre mi cuerpo sudoroso y el vetusto dispositivo de luces y reloj digital señalando la 3:59 de la madrugada y que casi inutilizo del manotazo. Paso el resto de la madrugada en un ir y venir al inodoro, vueltas y más vueltas en la enorme cama y preocupación y deseo de que aquello que he sentido no sea más que un mal sueño. Hasta esos extremos llega mi obsesión por estar en buena forma con tal de que no suene la maldita alarma térmica de la puerta del hotel.
Carmen me regaña por haber perdido el tiempo en soñar “sandeces” mientras observo si por fin me he regularizado, y si el tema del mandarín no ha sido más que una mala pesadilla.
Ahora sí, realmente, desayuno y abordo el autobús, en dirección al norte. Veo surgir el sol, mientra Li me va entreteniendo como a un niño preguntándome por mi año de nacimiento. Poco a poco voy olvidando la pesadilla mientras me entero de que nací en el año del Tigre y Carmen en el del Dragón. Me río sin ganas (a mi no me gusten estos chascarrillos públicos, entre las afinidades zoológicas. Y me enseña también los rudimentos de la lengua china, escribiendo algún símbolo facilito para “guilis” –también jilis- como nosotros) mientras nos acercamos a las tumbas de la Dinastía Ming.
Sesión de fotografías con Carmen mientras encargo un gran folio con, según el escribano, el nombre en caracteres chinos de MARTA.
La tumba Ming, en realidad prescindible, no es más que una tumba a medio camino de la capital imperial y la Gran Muralla, a donde llegamos en medio de un atasco de tráfico descomunal. Me entretengo en contar una fila de adolescentes uniformados que bajan corriendo por la carretera: 840. Y me sonrío porque no me imagino yo lo mismo en un país que yo me sé.
La Gran Muralla. El monumento es El Monumento y efectivamente bien lo merece. Equiparable e impresionante tal y como se puede equiparar a las pirámides de Egipto, y que muestran la grandiosidad, y el ansia de grandeza y poder de los gobernantes para preservar sus posesiones.
La Gran Muralla no me decepciona. Impresiona ver la montaña, desde el horizonte del norte hasta el del sur, todo lo que abarca la vista, la montaña sinuosa dividida, y aquí no vale eso tan socorrido de “ponerle puertas al campo” como sinónimo de algo inútil, absurdo o carente de sentido. Ya no lo volveré a decir porque los chinos de muchas generaciones demostraron que sí es posible, no sólo poner puertas al campo, sino dividir la tierra, si se lo hubieran propuesto, en dos mitades.
Paseo con Carmen por el lado sur de la puerta de Badaling, en la Mongolia interior y camino junto a ella hasta el tercer torreón, consciente del enorme esfuerzo y tesón del pueblo chino a fin de protegerse de las tribus mongolas del norte. Caminamos por las cuestas empinadas y me reservo el disfrutar de unos de mis mejores momentos vividos. Estoy caminando sobre la Gran Muralla, una de las magnas obras del hombre sobre la faz de la Tierra, donde participaron 20.000.000 de personas y donde murieron en el intento el 70 %, uno de ellos el marido de la Sra. Mo que estuvo buscandolo a lo largo de 5600 Km. hasta que se enteró de que había muerto en la construcción. Me cruzo con Olalla que tiene una dolencia en una rodilla y se sienta a tomar aliento.
Me impresiona la bandera de China ondeando sobre la Muralla. Siento cierta emoción.
Compro algunos recuerdos, camisetas para los amigos y pruebo una comida infecta.
Por la tarde, visito una factoría de artesanía cloissoné, donde nos muestran un arte típicamente milenario chino, y recuerdo cómo en mi niñez a la porcelana, o a cualquier material por elestilo, la llamábamos de forma genérica “china”. El modelado, la técnica usada para realizar las filigranas, los colores, la cocción, en suma la proverbial paciencia china me fueron mostrados, mientras en el exterior de la factoría, a las dos de la tarde, los cielos se cubren de nubes hasta hacerse literalmente de noche y por un momento me parece estar exactamente bajo las compuertas de la represa de las Tres gargantas, en el mismísimo Yangtze, y millones de litros de agua se fueran a precipitar sobre mi cabeza. Luego supe que el nublado había arruinado miles de hectáreas de cosechas de trigo y maíz en las remotas regiones del interior. Me tropiezo con el listillo de la excursión que me mira reafirmando y confirmando sus conocimientos culturetas sobre climatología asiática. Lo reconozco: tenía razón sobre sus vaticinios meteorológicos.
Visito un “hutong” es decir, una típica y en peligro de extinción barriada popular del Pekín antiguo. Llueve y abordo un triciclo tirado a base de pedal por un simpático ciclotaxista, cubierto por un impermeable. Las calles están vacías debido a la lluvia que aguó una más que interesante y divertida visita si el tiempo hubiera sido apacible. Me figuro saludando a los pekineses que con razón están a cubierto en sus casitas bajas. Visito un mercado y puedo observar los servicios comunes en las esquinas de las calles compartidos por varias viviendas.
Visitamos, ahora sí, el famoso Mercado de la Seda y nos dejamos la pasta. Sin comentarios.
El pato laqueado fue por la noche, en compañía insular canaria, en la LG Tower pero más valió la foto al cocinero que el pato en sí que estaba pasable, sin más. Eso sí, el cocinero de rigurosas manos blancas enguantadas partiendo, más bien diseccionando, el pato y su piel en finas tiras.
No puedo resistir la tentación de interesarme –haciendo honor a la fama de cocinilla que me dio mi abuela Valeriana- y le pregunto al cocinero. En nuestro medio inglés, pero sobre todo por señas, me dice cómo se hace un buen pato a la tonkinesa que es en realidad lo que está sirviendo:
Ha despegado la piel del pato y rellenado con ajo, jengibre, anís, y soja -mi imaginación calenturienta imagina por dónde lo habrá introducido (con perdón)- y lo ha cerrado; luego ha barnizado con miel, pimienta y algo más que no logré entenderle, y finalmente lo ha colgado durante toda una noche. Al día siguiente lo ha barnizado de nuevo y horneado durante tres horas, hasta dorar y servir deshuesado.
Degusto el pato y no puedo por menos de musitar una oracioncilla a San Francisco de Asís, en recuerdo del pobre pato pues a buen seguro lo merece luego de las innumerables e inconfesables manipulaciones… que debió haber sufrido. El caso es que doy por concluida mi dieta preventiva y decido atacar el pato laqueado, barnizado y quizás sodomizado. Me marcho rápidamente a pasar la última noche en Beijing, para salir hacia el siguiente destino…

Continúa...






3 comentarios:

  1. Algunos parecían " el correcaminos" mic, mic, subiendo aquel tramo de Muralla que más que un paseito era la subida al Angliru. A mí en cambio la rodilla no me dejó seguir el pasito de algunos... Yo por el contrario, al día siguiente, empecé con mi dieta mandarina.

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  2. Pues bien que me hubiera gustado tender mi mano y haber hecho un poco de camino empujándote -suavemente- por la espalda.
    La ocasión lo merecía, y por mí no hubiera escatimado un poco de mi esfuerzo para cedértelo...

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  3. Me encanta como has subido la tensión del relato con la intercalación de ese sueño y como ligas la pantalla del termómetro con el despertador.
    Me sigues teniendo en ascuas, espero más

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