18.10.09

Sevilla

Joana visita, al fin, Sevilla. Es pleno otoño y las hojas amarillas de los árboles que bordean los jardines Murillo dan al pavimento un color dorado mientras el sol se hunde lentamente por detrás de las colinas del Aljarafe buscando el mar.
Se sienta en un banco del paseo, y mientras espera al resto de la excursión que se ha entretenido en un McDonald, le viene a la memoria la historia que de generación en generación ha transmitido su familia. Por fin conoce la ciudad que vio a su antepasada —Miriam Cohen Levi, bautizada forzosamente como Joana — cuando tenía su misma edad —15 años— y en un largo viaje recorriendo en incómodos carruajes el Camino de la Plata llegó a Sevilla con sus padres, al barrio que justo ahora —2009— está visitando junto a sus compañeros de estudios y la profesora de Historia del instituto de Pola de Siero.

Joana logra entonces recordar lo que debió ocurrir en aquellas callejuelas aledañas a los muros del Alcázar, por la calle del Agua y las puertas de la Carne y de Xerez, cuando Miriam, que nunca dejó de usar su verdadero nombre, tuvo un romance con Fernando de Alonso, un apuesto joven de la burguesía sevillana, de pelo negro ensortijado, y unos profundos ojos color castaño. Al enterarse el padre de este, cristiano viejo, le prohibió taxativamente continuar dicha relación “por el bien de ella”, en tanto no tuviese constancia de que la familia al completo había cesado de practicar los ritos prohibidos. Todo se sabía de todos en aquellas ciudades de los reinos.
Una tarde de Jueves Santo, 6 de abril de 1511, se encontraron los dos, como cada día desde que se conocieran meses atrás, en una de las esquinas del Alcázar, justo donde los patios de las casas del Barrio de la Santa Cruz emanan y desparraman con exultante intensidad los aromas del azahar.
A Fernando se le hizo un nudo en la garganta cuando Miriam le comunicó que regresaba al Principado con urgencia dado que su padre había realizado ya los negocios que los había traído al sur.
No lograba entender por qué tenía que mentir al primer muchacho que había amado en su vida. Sabía que el viaje, aun cuando estaba próximo, lo era sin embargo por la exigencia de sus padres de eludir, evitar, entorpecer, en una palabra prohibir algo tan difícil como contener los torrentes que produce el deshielo de primavera en los riscos de la cordillera astur: el amor.

Durante varios minutos mantuvieron sus manos entrelazadas, en silencio, prometiéndose con la mirada amor eterno y jurando reencontrarse tarde o temprano para siempre, y volver a pasear, como en los últimos meses, hasta las orillas del río, y sentarse a mirar los bajeles atracando, cargados de riquezas, en los muelles denominados de las Indias.
Miriam, la de ojos del color de la miel, que conocía los riesgos del largo viaje que cinco meses antes había realizado desde la Pola hacia Andalucía, sabía que era harto improbable repetir el mismo viaje, por lo que arrancó de su amado Fernando la promesa de que iría a buscarla cuando las condiciones lo hiciesen factible.
Al final, Miriam, en un arranque de sinceridad, pues su corazón quedaría destrozado aún más si partía con la mentira, le contó la verdad: que el viaje era sólo una excusa, que en realidad seguían siendo judíos, si no legalmente pues el año anterior se habían convertido, sí de corazón continuando en secreto la práctica de los ritos de la ley de Moisés.
Él lo entendió, no le importaba la religión que ella practicase, aunque fue consciente del peligro que corría su amada Miriam —y ahora también él— si llegaba a trascender este secreto. Pues allí y en ese momento hubiera sido totalmente imposible una formalización de relaciones con una “falsa conversa”, sin riesgo de ser delatados, perseguidos, juzgados y tal vez condenados por la Inquisición.
Él se acercó lentamente y su mirada llegó hasta el fondo del alma de Miriam. Estando a escasos centímetros uno del otro, impulsivamente, ella tomó la iniciativa, y entornando los ojos buscó los labios de Fernando. Cuando se rozaron, los dos se abandonaron al beso más tierno, dulce, un punto apasionado, que dos enamorados —olvidando las incertidumbres— se hubiesen dado jamás. En aquellos breves segundos encerraron y unieron todos los sentimientos encontrados que ya conocían: el amor, pero también los odios heredados; la valentía, pero también el miedo al qué dirán; “el uno para el otro”, pero también la intransigencia y la intolerancia de la sociedad; y por fin, las murallas físicas de los guetos, de las distancias casi insalvables entre sus lejanas comunidades, pero también las barreras mentales, que hacían de aquel amor puro, fresco y juvenil algo imposible y utópico en la España / Sefarad del siglo XVI, pues intuían que existía un pacto entre las dos familias para poner fin a aquel “desagradable episodio entre niños, sin futuro alguno”.
Cuando sus labios y sus cuerpos ligeramente se estremecían de amor, cuando querían fundirse para siempre, imposibilitando su separación, una voz los alarmó. Se separaron como cogidos en falta. Pedro, el padre de Miriam, se acercaba reclamándola para que apremiase la despedida. Estaban a punto de iniciar el regreso al verdor astur. “Sin dilación” le dijo.
Cuando Miriam se volvió hacia su amado Fernando, este ya no estaba allí. Logró ver su silueta corriendo, cuando desaparecía por la puerta extramuros de Santa Cruz en dirección a la orilla oeste del Guadalquivir donde vivía con sus padres. Desapareció...

...para siempre —suspira Joana mientras continúa a la espera de sus compañeros de instituto— ya que nunca volvió a verlo según la versión de la historia que le había contado con pelos y señales su padre, escuchada por éste del suyo y así hasta el tiempo en que ocurrieron los acontecimientos. Los dos habían corrido distintos caminos: en el norte ella y él en el sur. Así, para bien o para mal, se había escrito la historia.
Cuando está sumida en estos pensamientos aparece el resto de compañeros e inician el retorno al hotel. Al cruzarse con otros viandantes, Joana se fija en todos aquellos que lucen el pelo negro, algo ensortijado, y que sus ojos sean castaños. Que en sus labios aún permanezca el aroma inolvidable de un beso regalado hace 498 años por su antepasada, también como ella misma morena, menuda, espigada, con los ojos del color de la miel. Espera que tal vez alguno se llame Fernando, de Alonso. No se atreve a preguntar sus nombres, aunque desea encontrarse también ella un Fernando de Alonso, para que la Historia en su sempiterno giro vuelva a revivir aquella lejana escena de incipiente amor, pero ahora, sí, para culminarla con un final feliz.
Ha caído la noche sobre el Barrio de Santa Cruz y sobre Sevilla. El viento ribereño barre las hojas amarillas esparcidas por el solitario paseo. En la habitación del hotel, Joana mira a través de las luces de neón pegadas a la ventana. Desde las callejuelas de la vieja judería parece llegarle un murmullo de conversación, aunque también pudiera ser la estación de penitencia de alguna cofradía nazarena. Le parece escuchar, sin embargo, entrecortado a causa de la brisa, los nombres de Miriam y Fernando.
FIN
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2 comentarios:

  1. Bravo! buen relato José Antonio, me gusta mucho como escribes, con detalles, sonidos, colores, sentimeintos, todo se puede imaginar.

    Un abrazo grande y no te pierdas. A pesar de que te sigo, el blogger no me mostró tu actualización, si no me pasaba sólo a saludar no me enteraba

    besos

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  2. Amigo, solo me falto ese olor a azahar, tan característico en Hispalis.Casi lo notaba.
    Cuando de nuevo relea el libro de Noah Gordón, El Judío, me será mas fácil la lectura, después de la vuestra.

    Un saludo, maestro.

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