9.2.18

El dorado secreto

            
           

            Desde hace unos días apenas doy crédito a lo que ha sucedido. Resulta que Johnny, el chaval con el que frecuentemente mantengo contacto cibernético, es de una ciudad uruguaya para mí completamente desconocida, y sin embargo, curiosamente, absolutamente familiar: Hace la tira de años tenemos, en la pared del salón de casa, una fotografía, un retrato, donde está mi bisabuelo en compañía de otra persona posando a los pies de una majestuosa estatua de lo que parece el monumento principal de la población.  El cuadro, permanentemente presidiendo la estancia familiar, ha sido una de mis compañías durante toda mi vida. Hasta ahora.
La foto del “secreto” ya color sepia, en la que se notan los reflejos de la luz de magnesio de la lámpara, enmarcada en un cuadro pintado de purpurina, detrás de un cristal desvaído y mate por efecto el tiempo, tiene en letra muy pequeñita, en su parte inferior, la siguiente inscripción:
“El Recreo. Minasconcepción. República Oriental. 12 octubre 1902, Día de la Raza”.
—Tu bisabuelo, hijo mío, tenía metido en la sangre el veneno de irse a hacer las Américas, y vaya que hizo lo que más anhelaba: se marchó.
Años atrás mi abuela, mientras yo miraba ensimismado la foto, dejaba su labor y me contaba una historia, la historia de siempre, como una cantinela narrándome —día sí día no— que su padre embarcó,  recién comenzado el siglo XX, aún soltero, en un vapor de cabotaje que zarpó desde el puerto de Cádiz; que desembarcó en el puerto de Laguaira; que descendió por el Orinoco y sus afluentes hasta las selvas bolivarianas donde convivió con las tribus caribes y panares, todo porque aquí en Riotinto, el oro, ya escaso, se extraía a golpe de barrenos y excavaciones en las entrañas de la tierra, lixiviándolas y extrayendo el jugo aurífero con sales de Ácido Prúsico que envenenaban las aguas y empobrecían la ya exangüe tierra; que alguien le había hablado de lo fácil que era lograrlo, casi sacarlo a puñados, simplemente bateando las arenas en las escorrentías caudalosas de América. Pero se encontró, de repente, soportando mil calamidades: que en la cuenca de los afluentes del Amazonas cayó gravemente enfermo debido a las picaduras de los insectos y de niguas; que quiso y no lo dejaron trabajar de “garimpeiro”; que, comido por las fiebres, y gracias a la ayuda de algunos aborígenes, logró viajar  hacia el Sur a través de ignotas selvas del Brasil; que trabajó en Santa Cruz de la Sierra, de Bolivia, en todos los oficios habidos y por haber. Y que, menos oro —aseveraba mi abuela haciendo un inciso en la sucesión de calamidades que, según ella, le había acontecido a su padre, mi bisabuelo—, encontró de todo... lo peor.

—Durante unos meses procuró la manera de dirigirse hacia Buenos Aires, donde imaginaba poder encontrar ayuda y medios para retornar a España. Consiguió, a lomos de una mula, tras mil penalidades, cruzar un paso fronterizo a través de los Andes hasta que consiguió llegar a territorio argentino. Por lo visto, y según comentó a su regreso a la patria —mi abuela continuaba desgranando la historia que yo escuchaba en silencio mientras miraba de soslayo la vieja foto “del secreto”—, llegó a Buenos Aires donde trabajó en las estibas del puerto de La Plata. Y allá, en ciertos tugurios de los muelles, escuchando conversaciones acá y allá, logró deducir que existía un lugar, al otro lado del Mar del Plata, lo más parecido al mítico Eldorado.
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coche simón, tomaron la ruta que los alejó de la costa y se internaron en aquel pequeño y casi desconocido país. Contó al retorno cómo la región le recordaba a la provincia de Huelva, a su serranía, a su campiña, jalonada aquélla de suaves colinas, aunque escasos bosques, extensos campos de trigo y girasol mecidos al viento suave de la primavera austral, y grandes estancias de ganaderías de ganado vacuno a lo largo de la ruta.
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            Hasta aquí, los recuerdos que mi abuela me legó. Recientemente, pude comprobar que, en efecto, el  12 de octubre de 1902, fecha de la fotografía, fue erigida e inaugurada una estatua ecuestre, de tres mil kilos de peso, del General Lavalleja, en la Plaza de La Libertad (otrora del Recreo) de Minas (no Minasconcepción como la denominaba mi abuela). Y como ella siempre se había referido a aquella fotografía como la del “secreto”, dada además la curiosa circunstancia de haber tomado contacto con un natural de dicha ciudad, como he especificado al comienzo de esta narración, decidí que había llegado el momento de desentrañar y acabar con aquella aureola misteriosa que para mí había tenido hasta ahora.
             Así que me acerqué a la pared del salón y la descolgué de donde siempre había estado, sin ser desenclavada, salvándose de limpiezas generales, encalados, cambios de muebles, y lo que es más importante, del paso de mis familiares —mi bisabuelo Cosme, protagonista de esta historia y su esposa; mis abuelos: ella, la narradora; y mis padres. Todos ya fallecidos—. Nada ni nadie había sido suficiente excusa para desenclavar aquella foto. Así que, hace pocos días, me sentí como si estuviera violando un secreto, como si mismamente estuviese a punto de descubrir, como Lady Fletcher, la  tumba  de Nefertiti.
            El caso es que descolgué el cuadro que pesaba bastante. En el reverso, sellado con una pasta dura como el pedernal, que desprendí a trozos, despegué una lámina de mica, imagino que procedente de algún yacimiento uruguayo, y al extraerla pude acceder a la estampa. Al fin, después de cincuenta años mirándola, pude tocarla con mis manos. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, afluyendo a mi mente todas las historias que mi abuela había estado contándome sobre la foto del secreto, un secreto del que yo no estaba seguro que ella fuese consciente o tal vez que le diese el calificativo que le había transmitido su padre, aquel joven acompañado del italiano, que aparecía en la imagen a los pies del prócer uruguayo.
            El reverso de la fotografía, estaba inmaculadamente blanco, como de haber estado protegida durante cien años. Pero lo que ya desbocó mi corazón, comenzando a latir aceleradamente, fue comprobar que estaba manuscrita con pluma dieciochesca, con una letra bella, picuda, apretada, y renglones minuciosamente trazados. Decía así:


En la ciudad de Minasconcepción, en el departamento Lavalleja de la Republica Oriental del Uruguay, a aquellos que quieran y deseen leer lo siguiente: Yo, Cosme Santiago y García, natural del reino de España, Huelva, tengo que decir y digo que
 ”Los presentes en este retrato, Elías Vecchi y un servidor,  fuimos comisionados y contratados para la realización y vaciado de una estatua ecuestre mandados por el Intendente de la citada Minas, por encargo de la susodicha autoridad. Dicha realización, mezcla y vaciado de la estatua fue efectuada siguiendo las indicaciones del escultor maestro de la dicha obra el 23 de agosto de 1902. Encontrándome en dicho cometido en compañía de mi ayudante Elías, fuimos aleccionados, advertidos y obligados a jurar en el nombre de Dios de que lo que íbamos a presenciar y a ejecutar, por ser nuestros servicios de manera y forma indispensables e indiscutibles, sería un secreto que deberíamos guardar el resto de nuestras vidas: en el instante cumbre del rellenado con la mezcla en los moldes fabricados exprofeso, en un momento determinado, en la colada que en aquellos momentos estaba a mil sesenta y cuatro grados centígrados de temperatura, nos fueron entregados,  por dos personas de rostros cubiertos apara evitar su identificación, veinte lingotes de metal oro, que fueron agregados a la colada del bronce, aleándolo con las proporciones de cobre que en el anexo señalo.
Efectuada la maniobra, fue finalizada la labor rellenando los moldes para la realización de dicha estatua. La aleación fue principalmente vaciada en la cabeza del caballo de dicha estatua, a continuación rellenando con una capa especial de bronce para evitar su detección.
Una vez realizada la estatua y colocada en el lugar indicado para ello, Plaza del Recreo de Minas, e inaugurada, en un día de fuertes vientos, con gran boato por las autoridades del departamento y de la República y grandes festejos del buen pueblo de Minas, mi ayudante Elías y un servidor fuimos aleccionados, digo coaccionados y constreñidos, para guardar eterno secreto. Enterado, de forma que no viene al caso por ahora, de que el oro procedía del Alto Virrey para ser embarcado en 1718 en el galeón Buenaventura con destino a Sevilla, una mañana, digo, del mes de diciembre de 1902, en las habitaciones de su residencia apareció fallecido mi ayudante. Comoquiera que éste había gozado de buena salud, el forense, dadas las circunstancias de que no apreciase signos violentos en el cadáver, ordenó su sepultura. Ítem más, como mi ayudante me había mostrado la imposibilidad de vivir con la carga que suponía para su conciencia el saber que el oro pertenecía al erario público de la Republica, que tiene la facultad de proporcionar trabajo, bienestar y riqueza, tenía la intención de huir del país y comunicarlo a las autoridades de más allá del estuario del río de La Plata.
En aquellos momentos, dado que yo me hallase sumido en una mar de confusión, y la muerte de mi ayudante y amigo me atosigase con aciagos presentimientos, opté aquel mismo día, por abordar sin dilación, un barco en el que tras una larga travesía con escala en Maracaibo, arribé al  puerto de Vigo.
A continuación, y después de haber desvelado el enigma que juré no revelar, aquí lo describo, así como el lugar y forma de descubrir el fraude metalúrgico, denunciarlo y restituirlo, porque no deseo bajo ningún concepto llevarme a la tumba un secreto que he sido forzado a guardar, bajo amenaza cierta de muerte. Dios me guarde y me perdone: que algún día este secreto, oculto tras la imagen de mi querido amigo y la  mía, pueda ser desvelado y revelado”.
Minas de Riotinto (Huelva),  23 febrero 1907

            Cuando atónito, leí aquella página, datada en las dos Minas, hurgué más, y cuidadosamente dobladas, envueltas en una especie de papiro acartonado, vi, para mi sorpresa, un legajo amarillento escrito en castellano anticuado, donde resaltaba un gran sello con una corona real donde pude leer claramente “El Rey de España y de los territorios de Ultramar Nuestro Señor Felipe V” registrado, como efectivamente relataba mi bisabuelo, en 1718. Era, claramente una orden de embarque de oro: misma numeración, marchamos, contrastes, leyes, contraseñas y procedencia, grabados en los lingotes. Otra hoja, con datos técnicos, como propiedades del bronce y medidas de la estatua y del pedestal. Me di cuenta de que había descubierto tal vez uno de los mayores secretos —dado que jamás había oído hablar de ello— de Uruguay, y sin duda del departamento de Lavalleja, o tal vez, porqué no, ante una trama o conjura para evitar el embarque de aquel tesoro con destino conocido. Y ahora caigo en la cuenta de que cuando falleció mi bisabuelo, en 1945, su muerte se recordaría durante algunos años. Incluso cuando yo era pequeño, escuchaba en susurros, la muerte tan extraña, ocurrida de improviso a los pocos días de recibir desde Buenos Aires, un paquete sin remitente, conteniendo hojas de mate, aunque en aquellos momentos nadie lo relacionó con su muerte, sólo mi abuela, quien me contó que no se le iba de la cabeza que la infusión, a la que se había aficionado en América, y que tomó antes de irse a la cama, lo llevó para el otro mundo. Pero ella nunca lo debió relacionar con el “secreto”, que tanto mencionaba y del que nunca debió conocer nada. La pregunta clave, ya sin respuesta es: ¿era realmente mate lo que tomó el abuelo Cosme?
            Y para finalizar, me quedan otras dudas: ¿Por qué, ciento ochenta y cuatro años después alguien decidió fundir y mezclar secretamente el oro con el bronce para la estatua, en lugar de ponerlo en circulación o que revirtiese a poder del pueblo de la República? ¿Sería obra, quizá, de algún grupo secreto, reducto de la antigua monarquía española, nostálgico de un pasado colonial? ¿Quién impidió la estiba en el galeón? ¿Por qué —que yo sepa—  no hay reseñas históricas ni en Uruguay ni en el Archivo de Indias de la metrópoli?  Si ahora soy depositario del secreto de la estatua de Minas. ¿Qué puedo hacer? ¿Desvelarlo? ¿Hacer partícipe de ello a mi cyberamigo Johnny? ¿Me tomará por loco? ¿Me hará caso y lo comunicaría? ¿Le harían caso o lo tomarían por loco a él? Más: si se trata de una conjura de siglos pasados, debería hacerlo saber a las autoridades. Pero ¿a cuáles?  Y por fin ¿qué derecho tengo yo de irrumpir, con una historia digna de Indiana Jones, en la plácida vida provinciana de Minas, repleta sus calles de viandantes y turistas, gentes paseando por  sus largas avenidas rectilíneas, o trabajando y mercadeando en el centro en torno al egregio jinete y su caballo? ¿No sería tal vez mejor dejar las cosas como están y respetar la placidez de la pequeña y bella ciudad, de vecinos a simple vista felices, y que continúen paseando en las soleadas tardes de primavera sus jubilados, estudiantes, amas de casa, niños correteando, parejas amándose mientras suenan las notas de un bandoneón, en torno al monumento que tanto trabajo les costó erigir ciento un años atrás?
            Pues lo dicho. No lo pensaré más: folios amarillentos, placa de mica, fotografía, marco y aún vidrio, todo, todo irá a parar al fuego. Creo. Desde hoy, el salón quedará sin cuadro.
                                                          
                                                           FIN
           
P.S. Por mí, que el oro distraído continúe en el lugar más seguro del mundo: en el monumento al general Lavalleja. Si algún día, tal vez no tan lejano, alguna cámara de fotos digital, disparada por algún turista curioso, detecta un extraño halo amarillento, dorado, luminoso de soles, surgiendo de la cabeza del caballo, que investigue. Yo, no: para siempre, silencio.
                                                                                             
                                                                                 

Documentación:
www.lavalleminas.org

Agradecimiento y dedicatoria a:

Sra. Graciela M., que me provocó y animó a escribir una “historieta” sobre Minas. Cumplido. Para su exclusiva lectura.